Primero fue Sofía, pensé afligido,
cuando me explicaron en la clínica que me salvé por milagro y con sólo algunos
magullones. El automóvil quedó hecho chatarra y mi mente repite aturdida: la
explosión de la bolsa de aire, el zamarreo estruendoso que me clava, cual arnés,
el cinturón de seguridad y el miedo atroz de que el metal al fin no resista y
me aplaste.
Todo empezó ayer, cuando mi locura apretaba el
acelerador hasta el fondo en ese camino solitario e infinito que vislumbraba a
través del barniz de las lágrimas. Aún siento el abandono, la liberación y el
decir: — ¡basta! —, al soltar el volante y entregarme al destino. La
tranquilidad, el silencio, el asombrado volar por sobre la banquina y el dejarme
ir, antes de la oscuridad. El calidoscopio atronador del vehículo destrozándose
sobre el terreno. Ese girar loco entre el polvo y el pasto desparramando partes
y perdiendo definitivo la forma.
La culpa me atormentaba, le pedí tolerancia,
como otras mil veces desde que, mi ira desorbitada, cruzó su cara con aquella
primera cachetada. Cansada de mis malos tratos, huyó en silencio y vagué, sin
rumbo, con la agonía de no tenerla y así decidí morir en el auto.
Pasaron muchos años y creí haber
domado mi mal carácter. Entonces conocí a Valeria y su tristeza. Fue como el
encontrarse de dos bajeles a la deriva. Con sus velas hechas jirones por los
vientos de la existencia, navegaban en un mar gris de acostumbramiento. Descubrí
que mi corazón todavía latía y, aunque sin amor, acompañamos nuestras
soledades. Quizás hubiera funcionado con algo de tiempo, pero el demonio seguía
dentro de mí. Otra vez, impenitente, estalló en furia y, como si hubiera
juntado fuerza con los años, se hizo puño que sinrazón la tatuó de moretones.
Valeria no esperó, sabía de golpes y amenazas y se despidió con una carta.
Toda la amargura se junta en la nota
que, como epitafio y condena, me deja. Está llena de trivialidades, de excusas
pueriles y de tanto desamor que solo la desesperación pudo unirnos. Estrujo el
papel, lo arrojo y en un instante, mi memoria la hace olvido. No obstante, el
estupor me obnubila frente al canasto de basura e, inmóvil, no sé qué hacer. Reconozco
que no fue su culpa; no tengo cura ni perdón.
Fue como un anhelo imaginado que no logré.
Y por eso hoy nuevamente he decidido morir. Esta vez será con veneno o me zanjaré
las venas de los antebrazos en la bañera como hacían los antiguos romanos. El
mundo se ha tornado azul por la melancolía de no tener a nadie. Atravieso la
puerta sin creer que tenga todavía un corazón que late. Pero el sol calienta, torna
el azul en verde y las nubes blancas le hacen lugar a un arcoiris. Revivo.
Camino sin rumbo. El trabajo y los
compañeros son una entelequia en este extraño día. Todo brilla, todo es nuevo y
maravilloso. La brisa refresca, los árboles susurran y las flores sonríen a mi
paso. Además la gente pía y los pájaros hablan. Caminan los coches y ruedan las
veredas.
Loco, perdido, sin la cárcel de
ningún amor, mi mente desvaría. Soy un condenado a sobrevivir con mi demonio,
aunque una horca de insania ahogue mi alma.
Un jogging pasa trotando, el viento
alborota su pelo y descubre una mirada que, con interés, me espía de reojo.
Repentinamente se cansa, marcha, ondula y baila. Es una nave femenina que se
contonea y, llena de promesas y picardía, parece esperarme.
Corro a buscar otra vez la ventura y la
felicidad, la alcanzo, le ofrezco tomar alguna bebida en un bar cercano. Finge
pensarlo, pero con chistes y halagos acepta, y mientras charlamos como si nos
conociéramos de toda la vida le entrego, sin escarmentar, mis esperanzas.
Es linda y se ve tan bella sonrosada
por el esfuerzo que soy otra vez un adolescente. Me hace sentir tan bien que,
renovado, borro mi memoria y ya la quiero. Quizás por ella, cuando mi maldito temperamento
la espante, decida también morir mañana.
Carlos Caro
Paraná, 22 de octubre de 2015
Descargar PDF: http://cort.as/d9W4
Qué bien describes los tortuosos vericuetos de la mente, el alma atormentada de tu protagonista, que, sin embargo, no se rinde y reincide en su historia. Un beso, Carlos
ResponderEliminarEfectivamente, son tortuosos. No siempre pude notarlo, la escritura me ayudó. Un beso, Carlos.
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