—Tres…, dos…, uno… ¡Clic! No. Vuelvan ¡Alejandro!,
hay que ser…, no viste que se mojó la pólvora. Vamos. A largar de nuevo.
Molesto, recargo el revólver con balas de salvas
nuevas mientras espero se acomoden en la largada —Tres…, dos…, uno… ¡Pum!
Salen y corren como si los persiguiera el diablo;
en un instante han recorrido la distancia hasta la primera curva de la traza
que rodea la cancha de Rugby. Una sana envidia despierta mi añoranza al seguirlos
con la vista. Cojeo unos pasos y del otro lado los veo muy pequeños. Tan
pequeños que parecen niños persiguiéndose…
La imaginación me acelera el corazón. Resoplan los
pulmones y mis brazos baten en el aire como contrapesos de mis piernas. Ellas
lo son todo en estos momentos. Ignoran el cansancio, los calambres y,
entrenadas, quieren volar sobre ese suelo que se les opone. Recuerdo esa
sensación de ser todopoderoso, invencible e inconsciente. Era cuando mis muslos
tomaban el control y, sin saber cómo, alargaba los pasos en la embestida final
que me daba la victoria al cruzar la meta.
También rememoro
aquel orgullo que me mostraba sonriente aun cuando ocultara el dolor del
esfuerzo. Fueron semanas y meses de entrenamientos, ejercicios y concentración.
Quizás, obnubilado por un futuro olímpico, no la oí
venir. Me pasó como a un poste, con su cabellera reunida en una cola de caballo
que se balanceaba. Volaba sobre la pista riéndose de mí. Aceleré con despecho y
ella alargó sus pasos. Corrí, corrí desesperado al defender la vanidad, mas no
pude. Hasta que no cruzamos la meta no la alcancé. Entonces, con la respiración
agitada, nos miramos, la risa destruyó la vergüenza y sus encendidas mejillas
me encadenaron sin remedio.
Aunque me confesó que era campeona en los cien
metros y que esperó a mi cuarta vuelta, no me importó, solo sentí arder su mano
en la mía y mis latidos me ensordecieron. Con Camila los días cambiaron, en
largas charlas, en apresurados besos y en entrenamientos que ahora nos distraían
molestos. Sin embargo, el mundo siguió girando y por esas coincidencias de la
vida, el mismo día que pensamos compartir nuestro futuro, también fuimos
seleccionados para las Olimpíadas. Creí tocar el cielo con las manos sin
sospechar las jugarretas del destino…
Me contaron en el hospital que había tenido suerte
al salir vivo del accidente, cuando el taxi que me llevaba al aeropuerto se
estrelló. En el sopor de los calmantes dudé, quizás hubiera preferido morir.
Perdí a Camila junto con el avión y, mi cadera y mis piernas se hicieron añicos.
Mil meses y operaciones pasaron hasta recuperarme y
entre esas tinieblas recuerdo la carrera de Camila. Diminuta (solo reconocible
por los colores de nuestro país), la seguí sin pasión en el televisor. La
amargura y el ensimismamiento no notaron el bronce que colgaba de su cuello ni
la llamada telefónica que no atendí para evitar su lástima. Cuando regresó, mi
mundo había cambiado totalmente. Rengo, olvidé los deportes y en busca de otra
salida terminé los estudios. Busqué, con suerte, algún trabajo que no exigiera
desplazarme, me casé agradecido y con amor y también tuve un hijo, Alejandro,
junto con el que hoy, nos escabullimos para entrenar.
Al volver, Alicia, nos reta a ambos protestona,
pero sé que comprende mí “pudo ser”. Interrumpe el teléfono. Atiende y me lo
pasa enarcando las cejas.
—Hola, ¿quién habla? — pregunto.
—Camila…
Carlos Caro
Paraná, 15 de noviembre de 2015
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Qué historia tan buena. Los amores insatisfechos nunca terminan de olvidarse aunque el destino nos depare una vida feliz. Un abrazo muy fuerte
ResponderEliminarSiempre le das al nudo Ana, aunque sea ficción, que bien que me lees. Un beso, Carlos
EliminarGrande, amigo Carlos. La nostalgia siempre es amarga compañera, pues tiene la belleza de lo que pudo haber sido y no fue. Me emocionaste con tus recuerdos, me hiciste volar por la pista y me trajiste un rayito de alegría con ese entrenamiento paterno filial. Y, por supuesto, el corazón dio un vuelco con esa llamada... gracias por el rato.
ResponderEliminarQue pícaro eres Alejandro, te encontraste en el cuento. Sin embargo, me alegra que sea ese ¡Anímate!, amigo. La vida puede tener giros inesperados, y más si los buscas.
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