Las risas se
desvanecen…, en un susurro y, sin ganas, abro los ojos en la oscuridad. Siento
la exigencia de mi cuerpo, pero adormilado me arrebujo, hago oídos sordos y trato
de recuperar ese sueño de alegrías antes que se escurra al olvido. La lucha es formidable;
vueltas y revueltas, porfío con denuedo, pero en derrota me apuro al baño,
esclavo de mi vejiga.
Regreso con frío, enciendo el calefactor y,
resignado, pierdo esa hora de descanso que en realidad mis años ya no
necesitan. Mientras espero que el dueño del tiempo, con su tictac, anuncie
vocinglero el despertar, la siento, ubicua y ambivalente, a mi alrededor.
Es esta nueva
primavera que tras el cortinado aguarda y atiborra la imaginación con
sensaciones. El mundo vegetal, después del invierno, se apura en un frenesí
descontrolado. Una calandria loca canta confundida y llena de amor.
Desconcertada y triste, calla cuando se oye, a lo lejos, un gallo que le cuestiona
al sol el amanecer.
Suena el artilugio, se
marcha mi dueña y, melancólico, busco en las sábanas su ya ida tibieza. Poco
dura la tranquilidad, pues machacan mi cerebro desacompasados martillazos,
sierras que zumbando cortan maderas y cacofónicos gritos de órdenes y
respuestas.
No tiene límites su
maldad. Cada día espero que se hunda en el abismo infernal o al menos que detenga su
crecimiento. El edificio que se construye, poco a poco amputa una parte de la
vista del río y de mi memoria. Entiendo que es el progreso el que empuña la
escoba que barre conmigo, pero me resisto, recuerdo y, así, la ciudad se
aplaca. Tranquila, baja hacia el río que llena medio horizonte, y su corriente chispea
al reflejar el sol. Renacen las colinas verdes, llenas de achaparrados árboles
y salvajes hierbas que no han sido holladas por el hombre…
¡Tuuu; tuu, tuu, tuu! Me
sobresalta la bocina del automóvil cuando papá me apura. Me visto con el traje
de baño, una remera y zapatillas. Corro al encuentro de su cara que finge
enojo, a la de la sonrisa de mamá y a la de los ojos asombrados sobre el
chupete de mi hermano.
Hoy daremos un paseo
bajo el violeta de los jacarandás del parque, al lado de la costanera. Todas
son risas y charlas mientras caminamos
sobre el pasto y apaciguamos el hambre adelantada de ese molesto bebé con una providencial
mamadera. No obstante, el gruñir de los estómagos recibe con saltos, gritos y aplausos
felices el regreso de papá con provisiones desde el restorán del club.
Luego sigue una obligada y somnolienta siesta
general. Inquieto, no duermo, me aburro e hipnotizado, bailo con la gran boya
naranja que indica el canal. A veces, la fuerza del agua la sorprende, la
inclina y, balanceándose hace sonar, cadenciosa, su delicada campana.
¿Campana…? ¡Son las campanadas
del Ángelus!, me digo asombrado al advertir la hora. Abro las cortinas y río,
río con el sol del mediodía. Es feriado por el patrono de la ciudad, mi dama
duerme remolona y hasta el maligno edificio descansa. Satanás, aunque caído, lo
respeta. Y hoy no ha podido hacerlo crecer ni siquiera un maldito milímetro más.
Carlos Caro
Paraná, 9 de octubre
de 2015
Qué decirte, Carlos, un relato precioso. Me encanta cómo te recreas en los ruidos de la mañana, el canto de la calandria, el edificio en construcción, la bocina del coche; las expectativas de un día feriado. Un beso, Carlos, y mi enhorabuena
ResponderEliminarLo lees perfecto Ana, gracias. Un beso, Carlos.
Eliminar