Afilo…, afilo el
cuchillo contra la vieja horma que sujeta el esmeril. Acostumbrado a esta penitente
tarea, lo acaricio con un poco de agua para que corra mejor y me pierdo en ese
roce del metal. Entonces, sueño otra época, otra pelea y otro amor.
La hoja de lomo ancho “Arbolito”,
forjada en Solingen, mide solo 20 centímetros. No hacen falta más para matar y desangrar.
Le doy filo a un lado, también al otro, con cuidado y mimándolo con el sobar de la piedra. Bárbaro,
tintinea alegre a cada pasada y muestra orgulloso su brillo letal.
Lo termino de asentar
en la misma lonja de cuero que uso para la navaja de afeitar y lo guardo en su
funda. Ésta es de suave cabritilla, apenas engrasada por dentro, pues de esa
manera prevengo que cualquier resto de sangre lo oxide luego de cada riña. Extraña
por su forma, paso el brazo a través de ella y dejo el cabo, sencillo y sin
muescas, bajo el sobaco. La muerte no es cosa que quiera mostrar o contar y si
me he condenado, ha sido defendiendo mi prestigio, mi propiedad o mis amores.
Termino de vestirme
abrochándome la chaqueta oscura, disimulo el arma con el pañuelo blanco que
sobresale del pequeño bolsillo al lado de la solapa y, al salir, cierro esperanzado
la puerta. Camino lento…, silbando apenas, para disfrutar de esas rachas de
viento que traen los mismos perfumes de tu cuello.
Hoy no quiero entongarme
en la milonga arrabalera, prefiero ver el lujo en las polleras y el candor en
las miradas. Llego tarde al salón de baile, me acodo en la barra y me
emborracho con ese vino áspero de la soledad. Estás distraída en alguna mesa
charlando con amigas. Sin embargo, no dudás de que mi sutil cabeceo sea una
invitación y aceptás con un parpadeo de mariposa.
Siento que las arañas de caireles nos iluminan
turbando la luz de las bombillas, mientras nos abrazamos en un tango que trata desesperadamente
de decirte lo que no digo. Cortes y quebradas recorren ese parqué encerado con la
memoria de mil pasos que el bandoneón dirige rotundo. Con la derecha nos frasea
los firuletes y con la izquierda mantiene rumboso la melodía. Mi mano en tu
espalda te lleva, me presentís, te volvés arcilla y, chiflados, dejamos de pensar
en dos. Somos uno y queremos esta locura para la vida entera.
Aturdidos, nos
sentamos en una mesa y mudos, como cada vez, nos adoramos. Bebo tu belleza en
un silencio que maldigo, odio la lengua vergonzosa que no te entrega mi amor y me
exaspera la hombría que, equivocada, encarcela el corazón.
A veces, algún tirifilo se te acerca y basta
un gesto adusto para alejarlo. Otras, se retira, pálido, cuando mi mano bajo la
chaqueta empuña y otras... A esas no las quiero recordar. Esas son las bravas,
cuando un malandra te disputa y arde el desafío en sus ojos de varón. En ese
momento, sin aspavientos, nos dirigimos a la calleja, pues no es de hombres
hacer propaganda de un conflicto y, sin testigos, relucen los aceros.
Cuando vuelvo, si
vuelvo, la muerte está en mi rostro y la sangre en mis manos. El asco me
sofoca, el pecado estalla y aunque nos desahoguemos de pasión en el bulín, ya
no hay remedio.
Una y otra vez te
pierdo al alba, como a todas, sin siquiera recordar sus nombres. Solo, harto de
guapear, no me resigno a este triste destino y por eso afilo, afilo y afilo… Mientras
espero ese tajo que, en el pecho vacío, me despene al fin.
Carlos Caro
Paraná, 29 de
setiembre de 2015
Descargar PDF: http://cort.as/YLmS
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