Siempre me supe distinto, tanto como el raro lugar
que me contiene. De pequeño trotaba a través de sus corredores, sus glorietas,
arcos y jardines en busca de la salida. El tiempo tenía dirección y los lugares
se sucedían al conocerlos. Orgulloso portaba la corona y, bajo esta, la máscara
que sellaba mi origen.
Mi padre imperaba, pero su reino no sería mío, lo
heredaría un hermano que nació sin el influjo vengativo de ningún dios. Mientras
gobernaba trató de olvidarme y acrecentó los confines de su palacio con un
pabellón onírico como sus pesares. Para hacerlo, usó al mejor constructor de la
ciudad que dio formas a sus sueños, y con artes inexplicables lo dotó de
movimiento tanto en el espacio como en el tiempo.
Aun con el ímpetu de la juventud, no conseguía
llegar a sus lindes por los mismos caminos. Se interponían nuevas esquinas,
túneles y encrucijadas. Tampoco lograba ubicarlas en mi memoria o imaginarlas
en el futuro. Todo cambiaba sin fin ni destino. Parecía real, aunque esto no
signifique que existiera efectivamente y todo mi objeto no fuera más que un
mito.
Tocaba y sentía la aspereza de la piedra en algunas
paredes, mis sandalias levantaban el polvo del sendero y mi nariz aspiraba el
aroma de las flores que cortaba en los tramos donde medraba la flora. La comida
aparecía, a intervalos regulares, en bellos lugares renovados. Mi corona regía
sus límites y monjes, guardias y acólitos que presentía (pues la soledad era
parte de la locura) se hacían cargo de mí.
Oí el escándalo sin reconocerlo, pero me guio hasta
la lucha que se desarrollaba. En la poca luz de una galería, un guerrero se
debatía con guardias de humo de los cuales veía solo el contorno por el ensalmo
que los ocultaba. Sin dudas, la intención del campeón era matarme, pero al ver ligado
un cordel a su cinto que se perdía en el túnel ordené con voz tonante que lo
prendieran y ataran, que no le quitaran la vida y se retiraran dejándonos solos.
Seguí los diferentes tramos de fina cuerda, sus
colores variaban y le daban relevancias distintas a los corredores, las arcadas
o los jardines. Al doblar un recodo y atravesar una grieta, sin estridencias ni
sones triunfales, me di cuenta, en una paz como ninguna, que estaba libre. Al
menos libre de aquel lugar de la locura que me encarcelaba.
Con asombro
miro la arena que es bañada por tanta agua como nunca había visto. Se agita,
bulle y rebulle; invade la playa y se retira sin cansarse en una oración que
resuena en mi cabeza y me calma como el arrullo de aquella madre que no
recuerdo.
A pocos pasos se espanta una bella mujer que trata
de escapar. Velozmente la alcanzo y le aferro el tobillo. El grito de terror se
forma en su boca, pero para calmarla me arranco la horrible careta que me cubre
la cabeza y los hombros. Esta es mi disfraz, símbolo y corona que marca mi
reino, tan pequeño y extraño que ni siquiera conozco su lugar o extensión en el
castillo.
Mis mansos ojos negros, mi sonrisa, la cortesía con
que la sostengo y mi común aspecto acallan el grito, pero no su alerta. Le
pregunto su nombre, imagino que sabe el mío y también cómo le llama a la
extensión de agua que se vuelca en el horizonte despidiendo tantos centelleos.
Está tan asustada que masculla algo que no
entiendo, mientras disimula tras de sí el ovillo de cordel atado a una piedra.
Lo tomo con suavidad, pero firmemente y lo corto. Le acaricio la mejilla y
mostrándole el otro extremo le digo:
—Si me prometes ir ovillándolo mientras lo sigues a
través de mi casa hallarás a tu amado. Quizás un poco maltrecho y atado, pero
vivo. Mi prisión será la vuestra de por vida y en ella podrán amarse con todas
las necesidades cubiertas aunque el precio será nunca más ver un amanecer, poder
perder la vista en la distancia o volver a ser libres.
Asintió brevemente con la barbilla y comencé a
caminar alejándome por la arena húmeda. Sin nada alrededor, el sol y la luz me
bañaban sin estorbos por primera vez. La sorpresa se tornó agradecimiento y
giré para despedirla, me encontré con sus ojos antes que se internara en la
grieta y saludándome con la mano me gritó:
—Al agua le decimos mar de Creta, y mi nombre es Ariadna.
Carlos Caro
Paraná, 4 de febrero de 2016
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Un magnífico Teseo, Carlos. Felicidades por tan estupendo relato. Un abrazo
ResponderEliminarPrecioso, tan rico y engarzado en adjetivos que en este comentario sobran, sin palabras....enhorabuena
ResponderEliminarGracias Soledad. Aunque sobren tu enhorabuena los redime. Un beso, Carlos
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