Estaba acostado dentro de la pequeña
esfera de luz del velador. En la oscuridad que me rodeaba, oía la tranquila
respiración de mi compañera vencida por el sueño y, asordinado, el sonido del
televisor que, con su parpadeo, me mostraba un sepelio. Cómo era católico, los
ritos y costumbres eran los habituales y todo sucedía entre panteones. Me
sorprendió no ver la pompa llegar hasta allí y pensé que quizás hubiera dormitado.
La primera vez fue con sorpresa. En la lejana
Nueva Orleans el cortejo se hace luego del entierro. Aunque sabía de esta costumbre
nunca la había presenciado. Los deudos y amigos desfilan por la calle principal
del barrio que lleva a la iglesia de la colectividad donde terminan. Lo hacen
marcando el ritmo con los cuerpos y con pañuelos blancos a los sones de un blues
que toca una banda que los precede.
Quedé tan conmocionado que repetí la secuencia
y esta vez advertí el carácter social y comunitario.
Al pasar el acompañamiento, los transeúntes se integraban desde la acera a la
cadencia, con bailes, con palmas o con sus propios pañuelos cándidos. También, algunos
se unían al grupo aun sin conocer al fallecido.
La tercera vez, al reverlo, sentí que
ese dolor ajeno me mordía como propio. Estiré la mano para despertarla, para
que la película le explicara lo que yo no podía, pero no lo llegué a hacer; sus
muertos y duelos habían sido más pausados y más naturales. No merecía sufrir mi
locura otra vez, de modo que en silencio quise haber estado en el lugar de la
protagonista en la película.
Quebrada por la pérdida, al
principio, erraba tambaleante. La guiaban los amigos con abrazos que la
obligaban a seguir el blues y también agitaban al son su brazo fláccido con el
pañuelo albo. Sin embargo, con el correr de las calles, la música cadenciosa la
invadió y, en una catarsis de fe y esperanza, comenzó a contonearse. Por un
momento hubo olvido y cual marioneta, los hilos de la música le mostraron la infinitud
y el reencuentro. Su cuerpo se transformó en una goleta que mecían las olas de
la canción y su brazo fue el mástil del lienzo que ondeó como la mejor de las banderas.
Así debió haber sido, pero nadie
enseña en este mundo del ahora perpetuo lo que la humanidad ha sabido durante
milenios: el duelo es tan natural y necesario como la muerte.
Repaso otra vez aquel sol quemante,
de otro nefasto año bisiesto. Otra vez el sudor que me pega la camisa al cuerpo
bajo el traje. Nuevamente ser el hijo mayor que debe indicar quiénes serán los
otros siete que me ayuden a llevar el ataúd de mi padre hasta el panteón
familiar.
La mirada impotente de mi hermano
que, en un accidente ha perdido una mano y cuatros falanges de la otra. Aunque
ya no esté, en mis recuerdos lo vuelvo a abrazar con fuerza y así sintió que a
mi lado ambos cargábamos con la manija.
Recuerdo la sensación de extrañeza, de otredad
y el alivio culpable cuando los auxiliares se hacen cargo de guardar el
féretro. Odie las empuñaduras pomposas hechas para admirar y que casi me vencen
descoyuntando mi muñeca.
Inaudibles, olvidados y superfluos
discursos. El mármol transformado en bronce por las placas conmemorativas. La
emoción de los sones de la banda oficial de Entre Ríos y las lágrimas por ese
clarín militar que despide. Bandera y gorra para mi madre y su sable corvo para
mí.
Mientras regresamos pensé que sólo
podría visitarlo cada cuatro años, los veintinueve de febrero. Sin embargo, mi
destino era más cruel. Cuatro meses después, el día de mi cumpleaños, murió mamá. Hasta días antes, con fiebre,
estaba trastornada. Me explicaba que le
habían hecho un mal y que, desde la vecina Santa Fe, ese maligno la
enfermaba con hilos brillantes que le enroscaban el cuerpo. Me dejé arrastrar
por su delirio y, para darle paz, corte con las tijeras el aire. Entonces fue
mi demencia, se aplacó, cayó en un sopor tranquilo y llamé a la clínica que se
la llevó de urgencia.
No sé más, me quebré. No hubo “debes”
u obligación que me moviera. Me escondí durante el velorio, no la quise ver en
el cajón y ni recuerdo el cementerio. Para poder seguir me aturdí con trabajo y
puse en mi mente una lápida que sepultó el dolor y la culpa.
Era tan pesada que dejé de celebrar los
cumpleaños, dejé de visitarlos y creí no habían existido. Veinticuatro años
después, tras una estoica agonía, fraterno, también lo despedí a él.
Reconciliado con su afecto y aunque menor, me mostró mucha sabiduría. Me habían
educado para protegerlos a todos y aunque traté, les mentí y hasta robé; fallé
miserablemente y mi conciencia me condenó por ello. Cuán rara es la vida, las charlas
y la muerte de mi hermano me obligaron al duelo por ellos que, neciamente había
postergado.
Sin embargo, los años no fueron en
vano. Al ser el único sobreviviente consanguíneo, excepto mi descendencia y mis
sobrinos, entendí el profundo efecto catárquico de los blues de la película y
lo universal de su enseñanza. El luto no es sólo personal, es el procesamiento
de la muerte por una comunidad entera, desde la niñez hasta la ancianidad, cada
una con sus peculiaridades.
Así, la losa desapareció y pude
recordar todo el cariño, todo lo bueno, lo hermoso y lo feliz de mi juventud.
Han dejado de ser las sombras dolientes que a veces notaba de reojo y con
espanto. Han quedado en mi memoria congelados en el tiempo y ahora soy el más
longevo. Ellos alborotan alrededor en su eternidad y aunque ríen cuando les
digo, porfiado, que al menos perderán la mitad de ella en la espera de mi alma.
Me abuchean y me cuidan.
Ayer me susurraron durante el sueño
que me proteja del dos mil dieciséis. Febrero tendrá veintinueve días una vez más.
Carlos Caro
Paraná, 20 de noviembre de 2015
Amigo Carlos, he tardado demasiado tiempo en acercarme a este maravilloso relato tuyo. Tiene tanta sabiduría, tanta serenidad que me abruma. Creo que tienes la virtud de comenzar el relato con un hecho casi mágico, etéreo, en esa Nueva Orleans de rituales y superstición, que huele a secreto y a conocimiento. Lograste con este inicio hacerme bajar la guardia... no esperaba después encontrarme una narración tan personal, cargada de autenticidad y sobre todo de cariño. Cariño el que muestras por todos tus seres queridos, pero no sólo por ello, cariño hacia ti mismo, pues al final te has perdonado, has hecho las paces y te has permitido disfrutar de seguir viviendo. Es tu cuento uno de los que te hacen aprender mientras lo lees, te hacen simplemente asentir ante tal lección de humanidad y por qué no decirlo, también humildad. Me siento con el pesar de que has pasado por mucho, amigo, pero también me llevo la alegría de ver el maravilloso estado en que te ha dejado tu aprendizaje de vida. Me has hecho sentir mucha ternura y esperanza, y eso es algo que ahora mismo necesitaba.
ResponderEliminarGracias, amigo. Sos un grande.