20/10/15

¡Libre!



Siempre me supe distinto, tanto como el raro lugar que me contiene. De pequeño trotaba a través de sus corredores, sus glorietas, arcos y jardines en busca de la salida. El tiempo tenía dirección y los lugares se sucedían al conocerlos. Orgulloso portaba la corona y, bajo esta, la máscara que sellaba mi origen.
Mi padre imperaba, pero su reino no sería mío, lo heredaría un hermano que nació sin el influjo vengativo de ningún dios. Mientras gobernaba trató de olvidarme y acrecentó los confines de su palacio con un pabellón onírico como sus pesares. Para hacerlo, usó al mejor constructor de la ciudad que dio formas a sus sueños, y con artes inexplicables lo dotó de movimiento tanto en el espacio como en el tiempo.
Aun con el ímpetu de la juventud, no conseguía llegar a sus lindes por los mismos caminos. Se interponían nuevas esquinas, túneles y encrucijadas. Tampoco lograba ubicarlas en mi memoria o imaginarlas en el futuro. Todo cambiaba sin fin ni destino. Parecía real, aunque esto no signifique que existiera efectivamente y todo mi objeto no fuera más que un mito.
Tocaba y sentía la aspereza de la piedra en algunas paredes, mis sandalias levantaban el polvo del sendero y mi nariz aspiraba el aroma de las flores que cortaba en los tramos donde medraba la flora. La comida aparecía, a intervalos regulares, en bellos lugares renovados. Mi corona regía sus límites y monjes, guardias y acólitos que presentía (pues la soledad era parte de la locura) se hacían cargo de mí.
Oí el escándalo sin reconocerlo, pero me guio hasta la lucha que se desarrollaba. En la poca luz de una galería, un guerrero se debatía con guardias de humo de los cuales veía solo el contorno por el ensalmo que los ocultaba. Sin dudas, la intención del campeón era matarme, pero al ver ligado un cordel a su cinto que se perdía en el túnel ordené con voz tonante que lo prendieran y ataran, que no le quitaran la vida y se retiraran dejándonos solos.
Seguí los diferentes tramos de fina cuerda, sus colores variaban y le daban relevancias distintas a los corredores, las arcadas o los jardines. Al doblar un recodo y atravesar una grieta, sin estridencias ni sones triunfales, me di cuenta, en una paz como ninguna, que estaba libre. Al menos libre de aquel lugar de la locura que me encarcelaba.
 Con asombro miro la arena que es bañada por tanta agua como nunca había visto. Se agita, bulle y rebulle; invade la playa y se retira sin cansarse en una oración que resuena en mi cabeza y me calma como el arrullo de aquella madre que no recuerdo.
A pocos pasos se espanta una bella mujer que trata de escapar. Velozmente la alcanzo y le aferro el tobillo. El grito de terror se forma en su boca, pero para calmarla me arranco la horrible careta que me cubre la cabeza y los hombros. Esta es mi disfraz, símbolo y corona que marca mi reino, tan pequeño y extraño que ni siquiera conozco su lugar o extensión en el castillo.
Mis mansos ojos negros, mi sonrisa, la cortesía con que la sostengo y mi común aspecto acallan el grito, pero no su alerta. Le pregunto su nombre, imagino que sabe el mío y también cómo le llama a la extensión de agua que se vuelca en el horizonte despidiendo tantos centelleos.
Está tan asustada que masculla algo que no entiendo, mientras disimula tras de sí el ovillo de cordel atado a una piedra. Lo tomo con suavidad, pero firmemente y lo corto. Le acaricio la mejilla y mostrándole el otro extremo le digo:
—Si me prometes ir ovillándolo mientras lo sigues a través de mi casa hallarás a tu amado. Quizás un poco maltrecho y atado, pero vivo. Mi prisión será la vuestra de por vida y en ella podrán amarse con todas las necesidades cubiertas aunque el precio será nunca más ver un amanecer, poder perder la vista en la distancia o volver a ser libres.
Asintió brevemente con la barbilla y comencé a caminar alejándome por la arena húmeda. Sin nada alrededor, el sol y la luz me bañaban sin estorbos por primera vez. La sorpresa se tornó agradecimiento y giré para despedirla, me encontré con sus ojos antes que se internara en la grieta y saludándome con la mano me gritó:
—Al agua le decimos mar de Creta, y mi nombre es Ariadna.


Carlos Caro
Paraná, 4 de febrero de 2016
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3 comentarios:

  1. Un magnífico Teseo, Carlos. Felicidades por tan estupendo relato. Un abrazo

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  2. Precioso, tan rico y engarzado en adjetivos que en este comentario sobran, sin palabras....enhorabuena

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    1. Gracias Soledad. Aunque sobren tu enhorabuena los redime. Un beso, Carlos

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